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Irak, territorio peligroso

El 20 de marzo de 2003 una coalición formada a las apuradas por el entonces presidente George W. Bush cumplía el sueño que había desvelado a su progenitor: invadir Irak. El argumento para la avanzada contra el líder Saddam Hussein era «desarmar a Irak de armas de destrucción masiva, poner fin al apoyo brindado por Hussein al terrorismo y lograr la “libertad” del pueblo iraquí», razones expuestas en una asamblea de la ONU donde se buscó el apoyo internacional a la intervención por el secretario de Estado, Colin Powell, el general de cuatro estrellas que en 1991 había dirigido la Operación Tormenta del Desierto, el primer intento estadounidense de apropiarse de las reservas petrolíferas del país, en 1991.
George W. encontró la excusa –para convencer a un puñado de gobiernos amigos y neutralizar las quejas de los ciudadanos bienpensantes– en la paranoia desatada por los ataques del 11 de setiembre de 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York. Irak aparecía en este contexto como un capítulo necesario en la batalla contra «el eje del mal». El primero había sido Afganistán, año y medio antes. La alianza invasora, que logró anuencia en la ONU, fue secundada por un exultante Tony Blair, a la sazón primer ministro británico y un no menos entusiasmado José María Aznar, presidente del gobierno español y furibundo representante del ala más neoliberal dentro de la dirigencia europea, a la vez que impulsor de ese ideario en el resto del planeta. La historia viene a cuento en estos días en que el clima prebélico se enseñorea en Ucrania y las campañas destituyentes buscan un objetivo similar en Venezuela. No es casual que el dúo Aznar-Bush haya también protagonizado el golpe contra Hugo Chávez en abril de 2002 y fueran los únicos en reconocer al efímero gobierno surgido de esa intentona. Irak, en tanto, se convirtió para Estados Unidos en la representación de un fracaso que atormenta a la dirigencia política, que ahora no encuentra la forma de justificar otra invasión ante el temor de que las cosas se le vayan de madre, como ocurrió en esas últimas incursiones armadas. Esto se hizo evidente en la respuesta del presidente Barack Obama ante el parate al que lo obligó el ruso Vladimir Putin el año pasado sobre una posible intervención en Siria; una debilidad que ya había mostrado en la secundaria participación que Washington tuvo en el derrocamiento de Muammar Khadafi en 2011.
Para España, Irak también es una piedra en el zapato, aunque, por otro lado, ofrece oportunidades de negocios que, en el marco de la colosal crisis económica de la península, son unas de las pocas salidas para algunas de sus empresas golpeadas por el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008.

Periodistas go home
Grupos de periodistas de todo el mundo se habían afincado en Bagdad a poco de la invasión para cubrir en vivo y en directo el acontecimiento, pero Estados Unidos había aprendido del fracaso de Vietnam, y el Pentágono no tenía entre sus planes dejar que los periodistas estuvieran metiendo las narices en donde podían resultar molestos. Porque una cosa es la «libertad de prensa» como estrategia de marketing político y otra es revelar los bárbaros procedimientos usuales en toda guerra que escandalizarían a cualquier ciudadano que se precie de civilizado.
El 8 de abril de 2003, un carro de combate se acercó peligrosamente al Hotel Palestine, de Bagdad, que alojaba a numerosos periodistas de todo el mundo. Según el informe oficial, una compañía del comando de la 3ª División de Infantería del Ejército estadounidense repelía un ataque desde la otra orilla del río Tigris, justo en la misma línea del hotel. Un tanque M1 Abrams disparó su cañón, que impactó directamente en el edificio. Hubo tres bajas por demás elocuentes hoy día: un periodista ucraniano, Taras Protsyuk; un jordano, Tarek Ayub; y un español, el camarógrafo José Couso Permuy.
Después saldrían a la luz algunos datos impactantes. El primero y más perturbador, que no había armas de destrucción masiva en Irak. Luego, que el ataque al hotel fue una provocación que dio resultados: no hubo muchos periodistas más hurgando entre las tropas invasoras. Finalmente, que Couso era un trabajador que estaba en Irak con un contrato basura del canal Telecinco. Y finalmente –a través de una filtración de WikiLeaks–, que el embajador de Estados Unidos en España, el cubano anticastrista Eduardo Aguirre, presionó al gobierno para que parara toda investigación. Sin embargo, la causa terminó en manos de un juez, Santiago Pedraz, quien desafió el «orden establecido» y ya en 2007 procesó a los tres tanquistas –el sargento Thomas Gibson, el capitán Philip Woldrford y el teniente coronel Philip de Camp– por un delito contra la comunidad internacional. Tres años más tarde ordenó la detención de los militares acusados de crímenes de guerra, por lo tanto imprescriptibles. Ese exhorto fue dictado bajo la jurisdicción universal para combatir delitos contra la humanidad; una legislación que le había permitido al juez Baltasar Garzón perseguir crímenes cometidos por las dictaduras de Argentina y Chile.

No obstante, ocurre que esta España que votó al Partido Popular de Aznar y depositó en el gobierno a Mariano Rajoy, decidió que no quiere más problemas con aliados poderosos por hacer justicia donde quiera que se hubiesen cometido tropelías contra el género humano. Así, este 15 de marzo entró en vigor una ley que limita la aplicación de la justicia universal, motivada por la respuesta del gobierno chino contra un magistrado que aceptó la denuncia de un ciudadano de Tíbet contra ex mandatarios de China a los que imputa de genocidio. El único juez que desafió, hasta ahora, ese verdadero aval a la impunidad, es precisamente Pedraz, que sigue sin aceptar que el caso Couso se pierda en el olvido.

El infierno de cada día
En diciembre de 2011, el presidente Obama cumplió a su manera con una de sus promesas electorales y evacuó a los últimos soldados estadounidenses que quedaban en Irak, aunque dejó contingentes de «contratistas» privados que abultan el plantel de la embajada en Bagdad hasta una cifra que ronda los 18.000. Así como Vietnam fue un baldón en la historia bélica de Estados Unidos para las generaciones anteriores, Irak es una afrenta para la sociedad actual. Obama llegó al gobierno montado en la irritación que aún hoy provoca esa incursión que, además, fue hecha sobre una mentira.
Según el sitio www.costofwar.com, en la aventura iraquí murieron 4.801 soldados regulares de Estados Unidos y 1.455.590 nativos del país asiático, mientras que la cifra de desplazados por la violencia trepa hasta los 2 millones en un país de 33 millones de habitantes.
La incursión estadounidense profundizó las diferencias en un territorio pergeñado por el imperio británico en torno a tres comunidades poco propensas a formar una unidad: una mayoría musulmana chiíta (60%), una minoría sunnita (20%) y una región que corresponde a parte de la mayor nación sin territorio propio del mundo, los kurdos. Saddam era sunnita y durante su mandato ese sector tenía una influencia decisiva. Los estrategas de Washington buscaron una salida «democrática», haciendo aprobar una Constitución y armando elecciones para conformar un gobierno parlamentarista, con un primer ministro y un presidente como símbolo de la unidad, a la manera de un rey europeo. Hoy, ese cargo lo ocupa el kurdo Yalal Talabani. Los sunnitas nunca aceptaron ir a las urnas y protestan por ser discriminados, además de que el antiguo partido oficialista, el Baath, tiene prohibido ocupar cargos públicos.
Desde entonces se mantiene una guerra civil larvada, con atentados casi cotidianos que dejan un tendal de víctimas, que las autoridades atribuyen a sunnitas y que los medios internacionales ya casi ni registran. Según cálculos de la ONU, 8.868 personas murieron en 2013, víctimas de este tipo de ataques, de las que 7.818 eran civiles, en lo que constituye la mayor cifra de víctimas en cinco años, y sólo este año unas 140.000 personas tuvieron que dejar sus casas en la provincia de Al Anbar, acosados por la violencia.
La ONU también alerta sobre la vecina Siria, donde fuerzas rebeldes apoyadas por Occidente intentan derrocar al gobierno «baathista» de Bashar al Assad a un costo en vidas humanas que supera en tres años los 144.000 . Una comisión de ese organismo computó cientos de grupos extremistas en Siria; entre ellos, el Estado Islámico de Irak y del Levante (EIIL), acusado de cometer las mayores atrocidades.
Dentro de Irak las cosas no son mejores, y miembros de una de la agencias de seguridad que ofrecen mercenarios –la ex Blackwater, actual Adcademi– fueron acusados de utilizar a niños para saciar las apetencias sexuales de sus «contratistas». Por estas semanas se debatía la «ley Jaafari», que retrotrae los derechos de la mujer y permite que un hombre pueda tener de esposa a niñas de hasta 9 años. En Estados Unidos, mientras tanto, el gobierno federal dio su aval a un estudio de la Universidad de Arizona sobre el uso de la marihuana para tratar el trastorno de estrés postraumático en ex combatientes. La Administración de Asuntos de Veteranos de Guerra estima que sufre ese mal entre un 10% y un 20% de los soldados que vuelven de Irak y Afganistán.
Pero aparte del petróleo que fluye a raudales desde sus entrañas, Irak es una fuente de oportunidades única. «El país ha salido de una guerra civil salvaje y necesita importarlo todo», señalaron hace no mucho empresarios españoles, emocionados con la posibilidad de reconstruir todo lo que la guerra viene destruyendo desde hace casi 11 años. Un programa de inversiones de aquí a 2017, aprobado por el gobierno del primer ministro Nuri al Maliki, proyecta destinar más de 356.000 millones de dólares para rubros como la construcción, los servicios, la agricultura, la educación, el transporte y la energía. Ninguno de los viejos aliados se quiere perder el negocio.

Piratas petroleros en Libia
Desde el asesinato de Muammar Khadafi, en octubre de 2011, Libia es una tierra en llamas. Al igual que Irak, el país africano era un mosaico que sólo el liderazgo del líder podía mantener unido. Por supuesto que entre los objetivos de la coalición europeo-estadounidense no estaba mantener la paz ni la unidad territorial. Por eso, desde hace tres años, Libia es un polvorín, lo que se pudo percibir en setiembre de 2012, cuando el embajador de Estados Unidos, Christopher Stevens, moría en un ataque en Benghazi, la capital de Cirenaica. La región, rica en petróleo, había sido clave para desestabilizar a Khadafi y ahora busca independizarse para no tener que compartir sus ingresos con el resto del territorio. El 10 de marzo último, el Parlamento de Libia –un órgano legislativo provisional, como lo es aún todo el gobierno de ese país– destituyó al primer ministro, Ali Zeidán, y designó en su lugar al titular de Defensa, Abdullaa Al Zani. Las razones muestran en profundidad el estado de la nación.
Unos días antes, un buque cisterna, el Morning Glory, partía del puerto de Sirte cargado de petróleo que no había sido declarado al gobierno central. El premier acusó a secesionistas de Cirenaica de pretender burlar el control del estado central y también al gobierno de Corea del Norte de apoyar a los «rebeldes» a los que ahora vincula con el «antiguo régimen». Pero el resto de los parlamentarios lo acusó a él de no tener capacidad de liderazgo para mantener la unidad del país. Esperan que su sucesor pueda hacerlo a punta de pistola, sólo que los rebeldes también tienen armas y entre sus planes no figura entregarlas. Comandos de la Marina de Guerra estadounidense tomaron el control del petrolero una semana más tarde. Norcorea negó que ese buque estuviera bajo su bandera, como se dijo al principio y, por lo que declararon los captores, la nave circulaba «sin nacionalidad conocida». Todavía nadie dijo para qué empresa era la carga, que en realidad es lo que importaría.

Revista Acción, 31 de Marzo de 2014

La OEA, la Unasur y el recuerdo de los golpes

El editorial que publicaron el miércoles los diarios latinoamericanos que decidieron coincidir en una campaña contra el gobierno de Nicolás Maduro es elocuente. Por la forma, el contenido y la oportunidad. Periódicos de derecha de Argentina, Chile, Uruguay, Colombia y Brasil, tradicionalmente implicados en golpes de Estado –uno de ellos, incluso, el O’Globo brasileño, hizo un mea culpa el año pasado- emitieron esta suerte de comunicado conjunto mientras una comisión de cancilleres de la Unasur mantenía encuentros en Caracas con las autoridades democráticas y con la oposición para facilitar un diálogo que ponga fin a la ola de violencia que se ensaña con ese país.
En el texto el editorialista (¿o habrá sido una tarea colectiva?) reclama un mayor compromiso de la Organización de Estados Americanos (OEA) en la crisis de Venezuela. Como se sabe, Panamá intentó forzar un llamado del Consejo Permanente de ese organismo a una reunión de cancilleres latinoamericanos. Por abrumadora mayoría los países de la región rechazaron esa demanda. Ya estaba en marcha, para entonces, un pedido de Maduro para que la Unasur hiciera un esfuerzo de acercamiento.
Unos días más tarde, la diputada de la oposición Corina Machado –»lideresa» de las movilizaciones opositoras que, según dijo explícitamente, deberían terminar con el derrocamiento del gobierno–, aceptó la invitación de Panamá para sentarse en el sitial correspondiente a ese país en otro encuentro de la OEA en Washington. Hubiera sido un buen golpe publicitario que ella lograra hablar de la situación interna de Venezuela en un ámbito que ya había decidido por mayoría no entrometerse en el asunto. Pero el horno no está para ese tipo de bollos en este momento y le negaron la posibilidad.
El ex candidato presidencial Henrique Capriles salió de inmediato a atacar a la OEA con las mismas razones que expuso el editorial de los diarios regionales: el organismo se desentiende de una crisis que atañe a uno de sus miembros. El que le respondió fue el secretario general, el chileno José Miguel Insulza. Le dijo, claramente, que «la OEA no está para poner ni sacar gobiernos».
Lo que revelan estas últimas jugadas políticas y mediáticas es de qué se está hablando cuando se habla de crisis en Venezuela. Se trata, en realidad, de la pérdida de influencia de los organismos diseñados en función y beneficio de la derecha latinoamericana y de Estados Unidos. Y si los golpes en Honduras y Paraguay demostraron que todavía tienen posibilidad de producir daño y causar escozor, no es menos cierto que es enorme el camino recorrido. Por eso la crítica de los medios y de la dirigencia ligada al establishment americano. De otro modo, ambos tienden a quedarse afuera del debate por la «cosa pública», algo a lo que no están acostumbrados y que no toleran hasta por una «cuestión de piel».
No es casual que mientras todo esto ocurría en Venezuela, en Brasil el coronel Paulo Malhaes relataba sin sonrojarse detalles escabrosos de las torturas a que sometió personalmente a detenidos durante la dictadura militar en ese país. El hombre «trabajó» en la llamada «Casa de la Muerte» de Petrópolis, cerca de Río de Janeiro, donde habrían sido asesinadas una veintena de personas y no será juzgado en virtud de la ley de autoamnistía que pergeñaron los dictadores antes de entregar el gobierno, en 1985. Pero su testimonio ante la Comisión de la Verdad creada por Dilma Rosseff tiene el valor de ser el primer reconocimiento de la barbarie, aunque Malhaes parece sentirse orgulloso de su oscuro pasado y hasta es posible que haya abierto la boca para amedrentar.
El lunes se cumplen 50 años de aquel golpe, que adelantó otras barbaries a nivel regional. Los militares brasileños venían complotando para voltear la débil democracia en ese territorio. Habían logrado desplazar a Janio Quadros, catalogado como «comunista» por haberse reunido con el Che Guevara. El sucesor, João Goulart fue derrocado también por su cercanía con la izquierda, según la versión oficial, el 31 de marzo de 1964. Pero las pruebas posteriores –aunque parezca insólito– demuestran que el golpe se produjo un día después. Sucede que en Brasil el 1 de abril es el Día del Bobo –o del Inocente- y se lo «celebra» contando mentiras que solo creería un tonto. No era una buena manera de comenzar.
Es otro dato bien conocido que Guevara representaba a Cuba en la reunión de Montevideo en 1962, cuando el gobierno de Fidel Castro fue expulsado de la OEA porque la revolución se había declarado socialista. Un encuentro con el Che también fue la excusa para sacar de la Casa Rosada a Arturo Frondizi. La resistencia sobre todo de los gobiernos argentino y brasileño a la expulsión de Cuba no logró el suficiente consenso como para evitar que se siguiera al pie de la letra el libreto que forzaba la Casa Blanca.
El dato que registra la derecha continental es que ya no se puede imponer así como así el deseo del Departamento de Estado al sur del Río Bravo. Hay una masa crítica con suficiente peso como para contrarrestar esas presiones. El remanido editorial sugiere que algunos de los apoyos que obtuvo Venezuela en la OEA se deben a que ese país entrega petróleo en condiciones beneficiosas para los países que integran Petrocaribe. Y por lo tanto exigen «pronunciarse valientemente sobre Venezuela y demostrar si quiere conservar o abdicar a su legitimidad».
Olvida el informe –o escamotea el dato– que Unasur surgió a impulso de Hugo Chávez. Y que precisamente se trata, a través de su última contribución a la integración regional, la CELAC, de avanzar hacia un club que no tenga entre sus socios a Estados Unidos ni a Canadá. De allí la importancia simbólica que tendría un avance de la OEA contra un gobierno chavista. De allí también la importancia de detectar quiénes son los que se candidatean en Buenos Aires pero van a rendir cuentas a Washington y a la OEA.

EN EUROPA DEL ESTE. En forma paralela se viene desarrollando la crisis en Ucrania. Para completar el círculo de lo que implica un golpe blando, ayer el Parlamento de Kiev aprobó una «ayuda» del FMI por un total de 27 mil millones de dólares. A cambio, deberá aumentar las tarifas de los servicios públicos y despedir gradualmente a un 30% de los funcionarios estatales, cosa de reducir el déficit fiscal a un 2,5% hacia 2016. El paquete financiero fue previamente aprobado por el Congreso estadounidense. En Washington, el FMI no logró que pasara una reforma a su carta orgánica que permitiría mayor peso específico de los países emergentes, entre ellos China, Rusia, Brasil y la India. Los congresistas también saben de la pérdida de influencia estadounidense y se niegan a renunciar a las pocas prerrogativas que aún conservan.
Mucho se habló de los tres golpes simultáneos que apoyó Estados Unidos en estos meses: Siria, Ucrania y Venezuela. A medio siglo del golpe en Brasil es bueno recordar la cadena de asaltos al poder entre los 60 y 70. Todos ellos enlazados bajo lo que después se conoció como el Plan Cóndor, que fue una maniobra casi simultánea con otra que se desarrollaba en Europa, conocida como Operación Gaudio. Que básicamente consistía en un plan de desestabilización mediante las acciones de grupos paramilitares que apuntaba a «combatir la amenaza comunista». El plan puso en marcha una «estrategia de tensión» contra la democracia italiana, cuando el PCI amenazaba con llegar al poder en cualquier momento.
Si alguien cree que estos planes forman parte de un pensamiento conspirativo muy propio de periodistas paranoicos, sería bueno mencionar que los entretelones de la Operación Gaudio fueron revelados en octubre de 1990 por el entonces presidente del Consejo de Ministros de Italia, el fallecido Giulio Andreotti, hombre de la Democracia Cristiana. Y que un par de meses después, Gaudio recibió la condena del Parlamento Europeo.
Para aquellos que aún así cuestionan al gobierno venezolano y eligen confiar en la información que emiten los centros de difusión conservadores, es bueno señalar que la burocracia estadounidense registra todos sus actos. Y que los archivos desclasificados nunca desmintieron las sospechas sobre acciones de ese país en el exterior.
Como colofón, esta frase que el economista Jorge Beinstein publicó en un imprescindible artículo titulado La ilusión del metacontrol imperial del caos (http://beinstein.lahaine.org/?p=516). Es el extracto de una charla que mantuvo el periodista estadounidense Ron Suskind con un asesor de George W. Bush: «La gente cree que las soluciones provienen de su capacidad de estudiar sensatamente la realidad discernible. En realidad, el mundo ya no funciona así. Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras tú estás estudiando esa realidad, actuaremos de nuevo, creando otras realidades que también puedes estudiar. Somos los actores de la historia, y a vosotros, todos vosotros, sólo os queda estudiar lo que hacemos.»

Tiempo Argentino, 28 de Marzo de 2014

Peligrosas estrategias de guerra en Europa

Cuentan que uno de los primeros fue el Kriegspiel (Juego de Guerra, en alemán), desarrollado en 1824 por un teniente prusiano y que fue muy útil para diseñar el plan de batalla que llevó al triunfo aplastante de las tropas del Káiser ante las francesas en 1870. Pero eran otras épocas.
En 1956, el director de cine francés Albert Lamorisse, que venía de haber estrenado una joyita como El globo rojo, presentó a una productora estadounidense un juego de mesa que haría historia: La Conquista del Mundo. Cuando los Hermanos Parker lograron desentrañar las reglas, lo sacaron a la venta con el nombre de Risk. En Argentina, una variante haría furor desde el año 1976 bajo el nombre de TEG (Plan Táctico y Estratégico de la Guerra) y sirvió como metáfora a otro film, de 2002, Kamchatka, de Marcelo Piñeyro, protagonizado por Ricardo Darín y Cecilia Roth, donde se ofrece una mirada diferente de la dictadura y de su persecución a militantes de izquierda.
Kamtchatka, como sabe cualquier argentino, es uno de los países a conquistar, creado por necesidad de dividir al territorio asiático en una cantidad razonable de objetivos a perseguir por los ejércitos de cada jugador. Algo similar ocurre en el resto de los continentes, de modo tal que Nueva York y California son países a ocupar. En el sur, Brasil, Argentina, Chile, Perú y Colombia es todo a lo que se reduce, según el TEG, la Unasur. Para Europa las cosas son también «fáciles»: España, Francia, Italia, Alemania, Rusia, Suecia y Gran Bretaña son toda la UE.
Es interesante indagar en la geopolítica del Risk. América del Sur es Brasil, Argentina, Perú y Venezuela. Algo que parece calcado de los virreinatos de la era colonial. En Europa, en tanto –conviene recordar que el juego fue desarrollado en plena Guerra Fría por un francés pero publicado en Estados Unidos–, existen Gran Bretaña, Islandia, Escandinavia, con una suerte de federaciones llamadas Europa del Norte, del Sur y del Oeste. Lo curioso es que Ucrania incluye a todo el territorio ruso. Por supuesto que es un recurso lúdico, pero también es una estrategia para facilitar los entrenamientos militares que bien refleja una concepción del mundo.
Tal vez a los jerarcas militares y políticos de Europa y Estados Unidos les hicieron falta horas de TEG antes de tomar ciertas decisiones que elevaron la tensión en forma innecesaria. Así al menos lo entienden analistas de todas las pelambres. El presidente ruso, Vladimir Putin, incluso llegó a catalogar a la dirigencia occidental de «poco profesional» por la forma en que activaron la destitución de Viktor Yanukovich y crearon una crisis en su intento de avanzar hacia fronteras que Rusia considera vitales.
Forum Libertas es un periódico digital que expresa a sectores de la Iglesia Católica de España fundado hace diez años por Josep Miró i Ardèvol. Un editorial reciente de ese medio, que se alinea dentro del conservadurismo peninsular, alertaba sobre esta aventura que nadie sabe cómo puede terminar. «A causa de una serie de errores que en buena medida caen del lado de la Unión Europea, nos encontramos en una situación que puede degenerar en un conflicto de tipo balcánico –y ante el cual, recordémoslo, la UE se mostró impotente– a una escala todavía superior; sería un desastre para los ucranianos, pero también para Rusia y los europeos», considera el FL.
El ex secretario de Estado Henry Kissinger, conocido en estas pampas por fomentar las tropelías cometidas por las dictaduras militares en los ’70, es otro que se explaya sobre la forma en que fue escalando la situación en Ucrania. Y es una voz que conviene escuchar, al punto que se permite dar un tirón de orejas a la dirigencia occidental por «haber demonizado a Putin», con lo cual no le dejaron demasiadas rutas de escape. «Para Occidente, demonizar a Putin no es una política, sino una excusa por la ausencia de política», detalló en una columna de The Washington Post. Y explica: «Occidente debe entender que para Rusia, Ucrania nunca será simplemente otro país. La historia rusa se origina en el Rus de Kiev, la cuna de la religión rusa. Durante siglos Ucrania fue parte de Rusia.»
Para rematarla, el hombre que tuvo que firmar la paz en Vietnam y ganó un premio Nobel por eso, añade que «en mi vida –y ya cumplió los 90– he visto a los EE UU empezar cuatro guerras sin saber cómo terminarlas y de tres de ellas nos retiramos unilateralmente. La prueba de una política está en cómo termina, no en cómo empieza».
Un académico español, Felipe Sahagún, trae a cuento un texto del analista ruso Sergei Karaganov, donde también muestra que nada es tan fácil como parece. «El presidente Vladimir Putin ha estado intentando restablecer una alianza económica entre la mayor parte los países de la ex URSS para reforzar su competitividad y la inestabilidad que destruyó a la República de Weimar tras la disolución del imperio alemán, pero Occidente ha hecho casi todo lo posible para impedirlo.»
Los medios internacionales, desde hace algunas semanas, tienen kilómetros de tela para cortar con la crisis ucraniana. Y en el contexto de simplificaciones a veces inevitables, cunde la sensación de que en cualquier momento todo puede estallar por los aires. Es así que funcionarios de varios gobiernos elevan amenazas, la mayor parte de las veces retóricas, y dictan sanciones que cuesta trabajo entender qué efectividad puedan tener. Tal vez el rumbo verdadero que seguirán las cosas esté marcado en un horizonte de racionalidad que los políticos no están en condiciones de explicitar, pero algunos expertos no tienen drama en poner sobre la mesa.
Timothy Garton Ash, profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, escribió que «el problema es toda Ucrania, no solo Crimea. Vladimir Putin lo sabe. Los ucranianos lo saben. Y nosotros no debemos olvidarlo. Ni nosotros ni el gobierno ucraniano podemos hacer nada para que recupere el control de Crimea. Ahora se trata de luchar por el este de Ucrania.» Es decir, lo que ocurrió en la península era inevitable desde que el gobierno de Kiev fue remplazado por uno más partidario de acercarse íntimamente a la UE.
Desde la caída de la Unión Soviética, los países occidentales fueron avanzando sobre territorios que estaban del otro lado de la Cortina de Hierro. A la manera del TEG, ficha a ficha, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), creada en 1949 para combatir al «peligro comunista», lejos de disolverse ante la desaparición del enemigo declarado, fue añadiendo países a su membresía. Y a las 16 naciones que entonces formaban parte de la alianza militar incorporó a otras 12 que habían estado bajo la órbita socialista.
La OTAN fue clave en la ocupación de Libia a fines de 2011 y estaba dispuesta a hacer lo propio en Siria en 2013. Hasta que Putin mostró los dientes. En Siria, como se sabe, hay una base militar, en Tartus, heredada de la época soviética. En Sebastopol, Crimea, hay otra. Ucrania, al decir de Kissinger, era un límite incómodo de digerir para Moscú y no le quedó otra que hacer algo.
¿Cómo sigue la historia? Por lo pronto, los gobiernos europeos no podrán evitar el anuncio de más medidas punitivas, como para no parecer timoratos ante la «opinión pública», espantada ante el satanizado oso ruso. Habrá también duros debates en los organismos internacionales. Pero Obama ya mostró que no quiere meterse en otra guerra de la que no sabe cómo podría salirse. «No sería apropiado que nos enfrentemos militarmente a Rusia», señaló el miércoles.
Por supuesto, no le salió gratis y el senador republicano John McCain, su rival a la presidencia en 2008, le endilga que la crisis es el resultado final «de una política exterior irresponsable en la que ya nadie cree en el poderío de Estados Unidos». Para echar más leña al fuego, tildó a Obama de ser el presidente más naïf que tuvo Estados Unidos. Muchos republicanos comparten esta opinión.
Es cierto es que esta crisis fue creciendo al calor de movidas que algunos apurados pensaron sin consecuencias. Y que esa liviandad representa un error importante. El problema sería poder mantener las cosas acotadas y que nadie cometa la equivocación de apretar algún botón fatal y definitivo.
Para quienes estamos en este otro lado del tablero, el peligro es que, como los aliados no logran avanzar en Eurasia –y no quieren quedar mal parados en su frente interno– decidan meter más presión en América del Sur, atacando las posiciones en Venezuela. Ya tienen sus fichas en Colombia y desde allí atacan con todas las fuerzas disponibles.
Por eso es bueno para todos los jugadores recordar que, como en el TEG, el juego es interminable y siempre es momento de disputar los espacios. Y sobre todo, tratar de descubrir cuál es el verdadero objetivo del enemigo para que no se termine la partida.

Tiempo Argentino, 21 de Marzo de 2014

Venezuela en la encrucijada

Venezuela está, una vez más, en el centro de una disputa trascendente. Lo supo Simón Bolívar cuando percibió que el Congreso Anfictiónico con el que soñaba unir a las antiguas colonias españolas no llegaba a buen puerto. Lo corroboró cuando vio que se le escapaba como arena entre los dedos la Gran Colombia en la que pretendía nuclear a las naciones del extremo noroeste del subcontinente durante la segunda década del siglo XIX. Lo sabía Hugo Chávez, a quien se lo recordó a un año de su muerte como el gran gestor de la integración regional. Y lo aprendió su sucesor, Nicolás Maduro, que no por casualidad sufre el embate de la oposición más acérrima fronteras adentro y de los sectores de la derecha continental.
Como una voltereta inesperada de la historia, aquel congreso de Panamá, que Bolívar pensó como el ámbito para integrar una suerte de federación hispanoamericana, fue la excusa con la que Estados Unidos vino presionando a los gobiernos latinoamericanos ya desde 1890 para construir «unidad continental». Una unidad, claro, basada en los principios más ventajosos para Washington. Conviene aquí confrontar algunas fechas clave: el Congreso bolivariano logró reunirse en 1826, tres años después de que el presidente James Monroe proclamara la doctrina que establece que América debe ser para los americanos, lo que al norte del Río Bravo quiere decir exactamente que el continente pertenece a Estados Unidos.
El fin de la Segunda Guerra Mundial y el inicio de la Guerra Fría fue el momento adecuado para que las aspiraciones de Monroe encontraran su cauce. La Organización de Estados Americanos se fundó en 1948, y tiene su sede en Washington. Son conocidos los derroteros del organismo desde entonces. Seguramente el hito más definitorio es la expulsión de Cuba en 1962 por no adherir a los «principios democráticos» al uso estadounidense.
Pero la región se modificó en la última década, y detrás de cada uno de esos cambios está la mano de Chávez y de Venezuela; tanto que Cuba tuvo que ser readmitida, en 2009, por votación de la amplia mayoría de los gobiernos regionales. Con justa razón, la respuesta de los cubanos fue que no tenían interés en reincorporarse. Para entonces, Unasur ya era una instancia de integración para los países sudamericanos que se había probado eficaz al impedir los golpes en Bolivia y Ecuador. Fue entonces que Chávez apuró la creación de una entidad que nucleara a todos los países de América y el Caribe, sin participación de Estados Unidos ni de Canadá, el socio irreductible de su vecino. Así nació la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).

Mecanismo golpista
Con sagacidad, el líder bolivariano buscó integrar naciones, más allá de gobiernos circunstanciales, y por eso la primera presidencia pro témpore recayó en el chileno Sebastián Piñera, quien luego entregó el cetro a Raúl Castro. Este gesto reciente explica en buena medida las últimas jugadas de la derecha radicalizada de Venezuela. La segunda cumbre de la CELAC se desarrolló el 28 y 29 de enero pasado en La Habana. La importancia del organismo quedó reflejada en que asistió al encuentro el secretario general de la ONU, el coreano Ban Ki-moon. Pero el dato clave es que también participó su homólogo de la OEA, el chileno José Miguel Insulza. Las cartas estaban jugadas a favor de una integración entre pares y con mucho predicamento.
Para comprender mejor cómo se fue armando el mecanismo de relojería que puso en vilo a Venezuela y al resto del continente es bueno recordar que, antes de su última internación en La Habana, Chávez designó como sucesor al que fue su canciller y mano derecha desde sus inicios en la lucha política, Nicolás Maduro. Refrendado para un nuevo mandato en octubre de 2012 con 11 puntos de diferencia sobre el candidato de la oposición –el gobernador de Miranda, Henrique Capriles–, Chávez no llegó a asumir su nuevo mandato. Maduro, presidente provisional, debió enfrentar una crisis económica generada por la inestabilidad a la que se veía sometido el país a raíz del agravamiento de la enfermedad de Chávez –y también por errores de gestión–, y dispuso una devaluación de casi el 50% de la moneda local en febrero de 2013, lo que agudizó las tensiones en una sociedad que venía enfrentando una crisis económica y el desabastecimiento de productos esenciales. Con la muerte del mandatario, el 5 de marzo, se debió convocar nuevamente a elecciones en un marco de desafío al liderazgo de Maduro, un ex dirigente gremial del transporte público. El oficialismo ganó los comicios del 14 de abril por apenas un punto y medio de diferencia, o 320.000 votos. La derecha, enrolada en la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) no esperó para salir a las calles a denunciar fraude. Ya entonces hubo una decena de muertos en enfrentamientos. Capriles se convirtió en el abanderado de la protesta y tildó a Maduro de «ilegítimo». Siguiendo el manual básico del «golpe blando», se sumó a las campañas para primero deslegitimar al mandatario electo, luego ridiculizarlo y finalmente forzar el derrocamiento.
El 8 de diciembre pasado los venezolanos volvieron a las urnas para elegir alcaldes en 337 distritos de todo el país. La campaña de la MUD se basó en la idea de plebiscitar la tarea aún incipiente de Maduro. Envalentonado por la escasa diferencia de abril, Capriles apostó al desgaste que iba a tener un mandatario que no había alcanzado a afianzar todos los resortes de la nación tras la desaparición física de un líder tan personalista y aglutinante como Chávez. En Venezuela, el Banco Central mide la inflación y también entrega el índice de desabastecimiento, que señala la cantidad de productos que no encuentra el público en los centros de distribución. Los últimos datos señalan una inflación del 56% para 2013 y un faltante de 28% de productos; principalmente, azúcar, harinas, aceite, café y papel higiénico. Son rubros que, se sabe, generan malestar en la sociedad y que fueron, en su momento, desencadenantes de las protestas de las clases medias contra Salvador Allende en Chile en los 70. La acción del gobierno logró revertir algunos de esos inconvenientes y, más aún, hizo rebajar los precios de electrodomésticos a valores compatibles con el dólar oficial –desde 2003 hay mercado de cambios controlado–, que está entre 6,3 y 11,5 bolívares, según qué tipo de operación se haga. A fines de noviembre hubo un boom de ventas que contradijo las expectativas más pesimistas y la derecha también se quejó por este «festival» del consumo.

Hablaron las urnas
En definitiva, el chavismo logró una diferencia de un 10% sobre la derecha en la sumatoria de los votos y retuvo más del 70% de las comunas. Cierto es que perdió en distritos claves como Caracas, Barcelona y Chacao, por mencionar a algunos. Pero si la oposición esperaba apurar algún referendo revocatorio –por la Constitución, correspondería recién en 2016– o pensaba generar condiciones para un levantamiento masivo, no tuvo cómo. De todos modos, tampoco es que la MUD fue aplastada, ya que mantuvo e incluso amplió presencia en bastiones tradicionales del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV).
El resultado de diciembre no sólo hizo acallar las sospechas de fraude sino que dejó emerger las diferencias que existen entre los distintos actores de la derecha desde la fundación de ese conglomerado que reúne intereses diversos y hasta contradictorios con el único objetivo de acabar con el modelo chavista. Es decir, a la MUD no la une el amor sino el espanto.
Capriles, el activo gobernador de Miranda, se cargó la campaña al hombro, jugándose una patriada que lo expuso demasiado en un sendero que no todos comparten a su alrededor. El líder opositor fue uno de los más implacables críticos del acercamiento a Cuba y llegó a ocupar la sede diplomática cubana en Caracas en la intentona golpista de abril de 2002, violando las convenciones internacionales. Ante cada protesta del gobierno por la injerencia estadounidense, siempre respondió alegando injerencia cubana. Suele decir que Maduro viaja a La Habana «a recibir instrucciones de los Castro». Su jefe de campaña fue otro notorio anticubano que lo acompañó en aquellas jornadas de 2002: el ex alcalde de la comuna capitalina de Chacao, Leopoldo López. A los 42 años, este economista con un máster en Harvard ya no quiere esperar más y, tras la derrota de diciembre, aceleró su decisión de salir a las calles de todo el país para apurar la caída de Maduro. Poco importaba el apoyo electoral al PSUV; para él, el imperativo era derrocar al presidente. Y no lo disfrazó con un discurso políticamente correcto, lo dijo con pelos y señales.
Lo acompaña en esta gesta la diputada Corina Machado, quien, al margen de su anticubanismo visceral, aparece en filtraciones de Wikileaks como asidua visitante de «la embajada», además de haber sido recibida en alguna ocasión por el entonces presidente George W. Bush para tratar precisamente la situación venezolana. Tampoco ella es de callar sus objetivos: quedarse en la calle hasta que el gobierno se vaya. La disputa estratégica se venía deslizando desde hacía meses. Capriles, si bien usaba todos los micrófonos y estamentos políticos para cuestionar la legitimidad de Maduro, apostaba a derrotarlo en elecciones. Por eso habla de «convencer» a chavistas descontentos para que le den su voto antes que de enfrentar al oficialismo de un modo violento. Sabe que así lo único que lograría sería asustar a quienes temen perder las conquistas que lograron en estos 15 años. Por eso, también, casi le gana a Maduro prometiendo «mejorar» lo que no está bien y mantener los beneficios obtenidos por las capas más bajas de la población.

Línea dura
López, en cambio, sabe que por esa vía él y los más reaccionarios dentro de la derecha no tienen cabida. Pero, además, y en esto está el quid de la cuestión, Estados Unidos necesita tener el «patio trasero» controlado para mantener la ofensiva en otros frentes, como el de Oriente Medio y el que la Unión Europea le facilitó en Ucrania. La convocatoria de la CELAC es una muy mala noticia para esta estrategia. Y Venezuela es la llave para avanzar sobre el resto de los gobiernos díscolos ue desde el «No al Alca» de Mar del Plata en 2005 le vienen dando tantos dolores de cabeza.
Fue en este marco que López y Machado apuraron una «pueblada» aprovechando una marcha de los estudiantes para celebrar el Día de la Juventud, el 12 de febrero pasado. Bajo la irritación por algunos casos puntuales de estudiantes víctimas de violencia callejera –la inseguridad ciudadana es otra factura que le pasan al chavismo–, lo que podría haber sido una manifestación pacífica terminó con tres muertos y un clima de efervescencia que no se veía en el país desde las guarimbas de 2004. Los cultores de estas protestas violentas se amparan en el artículo 350 de la Constitución bolivariana, que señala como un deber ciudadano desconocer «cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos y menoscabe los derechos humanos». Por eso, de inmediato, los medios concentrados –y sobre todo las cadenas internacionales– pusieron el grito en el cielo contra lo que denominaron un ataque a las libertades civiles en Venezuela. La palabra represión aplicada a un gobierno como el del PSUV fue un baldón contra el que tenían que justificarse las autoridades en medio de un clima destituyente. Poco importaba el «plebiscito» de diciembre a esta altura.
La fiscalía general del país, al cierre de esta edición, había confirmado un total de 22 muertos en las refriegas, entre los que había varios militantes chavistas. También reveló que se investigaba una veintena de denuncias por violaciones a los derechos humanos cometidas por efectivos de fuerzas de seguridad, aclarando que no había en ningún caso consentimiento de sus superiores. Entre tanto, la justicia pidió la captura de Leopoldo López, quien se entregó en una estudiada maniobra tras una marcha hasta la fiscalía. No son pocos los que consideran que es un error político, porque lo hace aparecer como víctima de un régimen opresivo. Las autoridades dicen que había un plan de la ultraderecha para asesinarlo y echar las culpas sobre el gobierno.

Diálogos
Sin embargo, la pelota ya estaba lanzada, y hasta en la entrega de los Oscar el actor Jared Leto dio un mensaje de apoyo a los «soñadores» de Kiev y de Caracas. El golpe blando mostraba toda su eficacia. Sólo faltaba que alguien dentro del chavismo «sacara los pies del plato» o que las fuerzas armadas aceptaran el convite de ser la «reserva moral de la Nación», como en otras épocas latinoamericanas. Pero no es el caso y nada hace prever que lo sea en el futuro.
A todo esto, los presidentes de la Unasur mostraban diferencias de enfoques. Mientras Cristina Fernández y Evo Morales daban un decidido apoyo a la democracia y específicamente al presidente Maduro, Dilma Rousseff mantenía una distancia llamativa. Los mandatarios ubicados en el arco conservador fueron algo más evasivos y hablaron de dar lugar al diálogo y de pacificar al país. Maduro, en tanto, convocó a una Conferencia de Paz a la que acudieron todos los gobernantes del oficialismo más un par de gobernadores y diputados enrolados con la oposición, y las cámaras empresarias, que fueron claves en 2002 en el intento de derrocar a Chávez. Capriles y la gente de López y Machado no fueron, alegando que era un circo montado por Maduro para darse un baño de legalidad institucional.
Luego, el presidente de Panamá, el empresario Ricardo Martinelli, «preocupado» por la situación en el vecino país, pidió una cumbre de cancilleres de la OEA para «buscar una salida a la crisis». Venezuela rompió relaciones con esa nación en forma inmediata. Pero aquí viene lo mejor: tras dos jornadas de no menos de 10 horas cada una, y a puertas cerradas, los representes ante el Consejo Permanente del organismo no lograban destrabar un punto esencial: bajo qué condiciones la OEA podía tratar un caso semejante.
Un borrador presentado por Bolivia pedía apoyar el «diálogo nacional», defender la democracia en el país y respetar las garantías constitucionales de todos los actores políticos. Panamá, Estados Unidos y Canadá exigían, en cambio, la intervención de un mediador externo. Seguir debatiendo en esas condiciones hubiese sido una muestra peor de «rebeldía», por lo que el documento salió, pero debajo de la firma de los 29 países que avalaron el texto de consenso está el protesto de Panamá y Estados Unidos, que consideraron –y no se sonrojaron con el planteo– que la OEA debía ser neutral y no tomar partido por una de las partes, igualando al gobierno democráticamente elegido con quienes abiertamente intentan derrocarlo. La soledad en que Estados Unidos quedó dentro de la OEA es una muestra de lo que se avanzó en materia de integración regional desde que en 1999 Hugo Chávez comenzó a batallar por el objetivo de hacer realidad el proyecto de Bolívar.

Revista Acción, 15 de Marzo de 2014