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Cuando Barack Obama fue reelecto, en noviembre pasado, pensó que ese era el momento para implantar de una buena vez una de sus propuestas más ambiciosas. No por nada había hecho campaña promoviendo una modificación en las cargas tributarias para que las clases más bajas de la sociedad paguen menos y que, en cambio, los ricos hagan mayores aportes de sus abultados bolsillos para solventar los gastos del presupuesto. Y los estadounidenses se habían inclinado por darle otra oportunidad en las urnas.

Poco más de un mes más tarde, estaba a las puertas del llamado «abismo fiscal», que comprometía los pagos en todos los niveles de la administración central si no se llegaba a un acuerdo para extender el déficit autorizado al gobierno. Pero nada fue como se imaginaba el presidente demócrata: los republicanos –mayoría en la Cámara Baja– se negaban a apoyar un aumento en las obligaciones tributarias y, en cambio, exigían reducir prestaciones estatales. Como para demostrarle que, mas allá de lo que dijeron las urnas, no aceptarían transgredir sus sagrados principios de defensa a ultranza de los intereses de los poderosos.
De nada valieron los argumentos de uno de los hombres más ricos del país, el inversor Warren Buffett, que protestó amablemente porque él, con todos sus miles de millones, pagaba menos impuestos que su secretaria, que vive de un sueldo. De nada valieron tampoco las argumentaciones que desde los sectores pacifistas recuerdan que mucho del déficit presupuestario se explica en los gastos militares y el resto en el apoyo a los bancos en problemas desde el inicio de la crisis económica durante la administración de George W. Bush.
Fue así que, en un fin de año de película de suspenso, se refrendó nuevamente la influencia de un oscuro hombre originario de Massachusetts, descendiente de suecos, inflexible en sus ideas, que en 1985, y cuando todavía no había cumplido 30 años, logró imponer un mítico juramento que los republicanos asumen como un credo.
Se trata de Grover Glenn Norquist, un notable activista nacido en 1956, fundador de una ONG, American for Tax Reform (Estadounidenses a favor de una reforma fiscal), egresado de Harvard, quien, como en unas nuevas tablas de Moisés, escribió los dos mandamientos neoliberales para sostener en el Capitolio la idea de Ronald Reagan de que sólo incentivando con menores impuestos a los más emprendedores se puede refundar el «sueño americano». Algo que la realidad se encargó de impugnar en estos años, pero que, como todo juramento –y sobre todo en un país con fuertes raíces puritanas–, no resulta fácil de romper sin sufrir el escarnio público.
Por escrito

Apenas 60 palabras (en lengua inglesa) le bastaron al joven Norquist para comprometer a los republicanos que llegan a algún cargo electivo o son designados en la función pública. «Primer punto: me opongo a cualquier iniciativa que apunte a un alza marginal de los impuestos sobre los ingresos tanto para las personas como para las empresas. Segundo punto: estoy en contra de todos los recortes netos o eliminaciones de las deducciones o créditos fiscales, a menos que sean totalmente compensados por una baja de impuestos», dice el mandamiento neoliberal. Hay un agregado para los legisladores, que reza: «Me opondré y votaré en contra de todos y cada uno de los esfuerzos para aumentar los impuestos».
Este «duólogo» tiene tanta fuerza convocante que sólo 16 de los 234 republicanos de la Cámara de Representantes y 6 senadores de 45 no refrendaron el documento.
Norquist representa el ala más implacable de una tendencia que tiene fuertes raíces históricas como es el rechazo al gobierno central y al pago de impuestos. Una tradición que suele recibir el nombre de «libertaria», pero que, sin lugar a dudas, es de un individualismo conservador feroz. El sector más violento sería el de Timothy McVeigh, autor del atentado de Oklahoma que en 1995 dejó un saldo de 168 muertos en un edificio federal de aquella ciudad estadounidense. Norquist, por su parte, alguna vez declaró que su utopía era volver al Estados Unidos anterior a Teddy Roosevelt. Este tío de Franklin Delano era republicano y presidió su país entre 1901 y 1908. Entre sus «logros» estuvo la «independencia» de Panamá de Colombia para apropiarse del canal que se estaba construyendo. Antes había participado en forma personal en la guerra contra España que devino en la independencia tutelada de Cuba, en 1898. Se lo conoce de este lado de la frontera por su política del Big Stick, el «Gran Garrote», contra quienes se opusieran a la voluntad imperialista de Washington. Pero puertas adentro, la derecha –entre ellos, Norquist– lo tilda de filosocialista porque impulsó una política antimonopólica que llevó, entre otras cosas, a la partición de la petrolera Standard Oil en 37 compañías independientes en las barbas del mismísimo John Davison Rockefeller, en 1911.
Norquist –socio de varios «clubes» selectos, como la Asociación Nacional del Rifle, esa que propone combatir las masacres colectivas en las escuelas armando a los maestros– no tiene pelos en la lengua. «Yo no estoy a favor de abolir el gobierno, sólo quiero reducir su tamaño hasta que podemos ahogarlo en la bañera», explicó alguna vez. En una reunión en Florida abundó: «Los grupos del Tea Party deberían servir como la armadura que protege a los republicanos recién elegidos» de las presiones para subir los impuestos.
El Tea Party (literalmente Partido del Té) es un movimiento político que también se define por una vuelta a los orígenes filosófico-constitucionales de los Estados Unidos. Pero va un poco más atrás y hace referencia al movimiento anticolonialista de finales del siglo XVIII que alcanzó su máxima expresión en el Motín del té de Boston o («Boston Tea Party», en inglés), que explotó cuando en Gran Bretaña se aprobó un aumento en el impuesto al té. De estas protestas nacería luego la independencia de la corona, nada menos.
Hay un discurso de la campaña de Obama que ilustra una posición más progresista en temas impositivos. Cuando dijo que nadie podía pensar que se hace rico sólo por sus propias habilidades. «Alguien construyó las carreteras y los puentes donde se transporta la mercadería, o las escuelas donde se educa la gente», deslizó, y fue tergiversado convenientemente por los medios más ultras, esos que lo califican de socialista por decir algo como eso.
La derecha más acérrima piensa que, en cambio, la iniciativa privada es el exclusivo motor del crecimiento de un país y que cuanto más dinero disponible tengan las personas «despiertas» para crear nuevos emprendimientos, más oportunidades generarán en beneficio del resto de los ciudadanos. Sobre esta base es que, incluso del otro lado del Atlántico (ver aparte), los ricos franceses se quieren mudar a Bélgica para aportar menos. Pero no trasladan el centro de sus negocios, porque saben que donde menos se paga también hay menos ocasión de hacer dinero.
Cuando se cumplía el último plazo para que la administración central no cayera en un bache fiscal que obligaría a clausurar muchos servicios esenciales, Obama sentó a los líderes republicanos para exigirles una ampliación presupuestaria sobre la base de la creación de impuestos a los ingresos superiores a 250.000 dólares anuales. Caso contrario, el costo recaería sobre los que menos tienen y castigaría nuevamente a la clase media y los trabajadores. De un modo directo con mayores pagos y de un modo indirecto con una recesión que echaría por tierra la escasa recuperación económica de este año.
Cuentas claras

Lo dijo claramente y los republicanos también le respondieron con claridad. Nones si no se aplican recortes sociales; entre ellos, los planes de salud que Obama impulsó con la reforma a la ley sanitaria, el único gran logro tal vez de su primera gestión.
En 2011, el Congreso había postergado una solución del déficit fiscal –que alcanza el billón de dólares al año– hasta después de la elección presidencial, con la esperanza de que se registrara un cambio de tendencia. Con el resultado puesto, volvieron a la mesa de negociaciones. Pero luego de duras batallas incluso mediáticas, Obama apenas consiguió que le aceptaran incrementos a partir de los ingresos anuales mayores a 400.000 dólares y una suba en la tasa de sólo cinco puntos para las herencias superiores a los 5 millones de dólares. Pero al mismo tiempo se sacan reducciones impositivas para familias de ingresos medios, lo que eleva los pagos en este sector en unos 1.000 dólares más al año.
El convenio, además, posterga por dos meses los recortes en los servicios de salud y asistencia a los pobres, así como en los gastos de defensa. También se prorrogan los subsidios de desempleo por un año a por lo menos dos millones de desocupados.
Pero este statu quo es sólo para atravesar el «abismo» del comienzo de este año. Luego vendrá la pelea de fondo por un acuerdo definitivo. Norquist ya probó quién es el más fuerte. Falta ver si Obama va por más.

Revista Acción, 15 de Enero de 2013