por Alberto López Girondo | Sep 26, 2010 | Sin categoría
El 1 de enero de 1869, tropas brasileñas al mando del coronel Hermes Fonseca ocuparon y saquearon Asunción, capital de la República del Paraguay. El mariscal Francisco Solano López hacía tiempo que estaba en el frente de batalla, comandando ejércitos que, en el más completo aislamiento, se enfrentaban a efectivos de tres naciones sudamericanas. Faltaba poco para el fin de la guerra de la Triple Infamia, como la llamaron los historiadores revisionistas.
Mucho se escribió sobre las razones y los objetivos reales de esa confrontación. Viene a cuento ahora desmenuzar algunos detalles de esos meses finales, por su fuerte vinculación con la situación que se vive en estos tiempos en relación con la prensa y la empresa productora del papel de diario argentina.
Porque cuando se desató esa terrible guerra, en 1865, el primer jefe militar de aquella nefasta alianza fue el entonces presidente Bartolomé Mitre. Hasta que en una sumatoria de contradicciones dentro de la conducción tripartita y rebeliones en el interior argentino en rechazo a la masacre contra un país hermano –uno de ellos, Felipe Varela, ya había lanzado su Proclama a los Pueblos Americanos–, en 1967 Mitre volvió a Buenos Aires y dejó la comandancia en manos de Luis Alves de Lima e Silva, el duque de Caxias. Un año más tarde, “Bartolo” terminaría su mandato presidencial pero no se retiraría de la vida política, ni mucho menos.
A principios de enero de 1870, Solano López emprendió su última campaña, seguido por un puñado de soldados fieles, muchos de ellos casi niños. En busca de un milagro que le permitiera dar un vuelco a la desigual contienda, el 29 de diciembre de 1869 había cruzado el paso del Aguaray Guazú y atravesado la cordillera de Mbaracayú, una zona hoy limítrofe con Brasil, desde donde pensaba tomar por detrás a las guarniciones imperiales.
Mitre ya había conseguido el dinero para montar el proyecto que le permitiría dotar de contenido ideológico a la clase dominante que quería representar. Una clase nacida de la Revolución de Mayo que con esta guerra fratricida abandonaba definitivamente la utopía regionalista plasmada en el Plan de Operaciones.
El primer número del diario de Mitre vio la luz el 4 de enero de 1870, con mil ejemplares y una consigna que perdura hasta hoy, en la página de editoriales. “La Nación será tribuna de doctrina.”
No mentía. Nunca se propuso como un medio periodístico para defender la verdad, sino como un canal donde expresar un dogma, un paradigma. Librecambista, sin industria, ligado al capital extranjero, para pocos, como el que se estaba imponiendo en las selvas paraguayas.
El 16 de enero de 1870, Solano López cruzó el Río Ygatimí y se instaló en el cuartel general de Aquidabán-nigüí, donde el 25 de febrero entregó la Medalla de Amambay a los bravos paraguayos que con “abnegación ejemplar y patriótica actitud cruzaron dos veces la sierra de Mbaracayú”. Una semana más tarde, el 1 de marzo, un cabo brasileño lo atravesó con una lanza en la batalla de Cerro Corá.
Con él murió no sólo su patria –tal cual dijo en su último aliento–, sino un proyecto de desarrollo diferente al que imponían británicos y sus agentes locales a sangre y fuego. Unos meses después, el 4 de junio, enfermo de tisis y carente de apoyo, Varela moría cerca de Copiapó, en Chile, donde ahora un puñado de mineros cuenta las horas para volver a ver la luz del sol.
El proyecto de Mitre, sin embargo, seguiría creciendo a paso firme. Y a su biografía de Belgrano, le agregó luego la de San Martín “y de la independencia sudamericana”. Con este corpus historiográfico construyó el Gran Paradigma Nacional. Que implicó, además, la creación no de una sino de cuatro naciones. Con límites precisos e infranqueables donde quedarían enterrados, por décadas, intentos integradores como los que soñaron Artigas, Dorrego, y hasta la República Farropilla de 1835 en Rio Grande do Sul, bendecida por Alberdi, o la quimera sarmientina de Argirópolis.
El epistemólogo estadounidense Thomas Kuhn basó su estudio de las revoluciones científicas en el análisis de los grandes cambios en el paradigma con que la ciencia da cuenta de los fenómenos que ocurren en el mundo. Y en uno de sus libros muestra de qué modo hacia el siglo XV el paradigma astronómico de Ptolomeo era ya un engendro de arreglos y “parches” pergeñados para explicar los nuevos descubrimientos que iban permitiendo la observación y la aplicación de aparatos ópticos.
Hasta que Copérnico dio un giro sustancial a la forma de pararse para interpretar los datos. Si en lugar de tomar a la Tierra como centro del universo se considera al Sol en esa posición, los movimientos celestes se pueden explicar de manera mucho más sencilla y razonable, corroboró el matemático polaco. Pero debió pasar bastante tiempo hasta que esta concepción del mundo se impusiera al sistema de Ptolomeo. También debió enfrentar una violenta resistencia, como lo comprobaron en carne propia Galileo y muchos otros.
Una oposición similar encuentran los que se ubican en la vereda de enfrente de Clarín y La Nación. Y se entienden las razones. No sólo hay enormes intereses económicos y políticos en juego. Hay dos paradigmas enfrentados. Dos paradigmas que vienen en pugna a lo largo de la Historia argentina y continental desde hace más de 200 años. De mucho antes que la disputa entre Moreno y Saavedra en el Buenos Aires de 1810. Se sugirió desde las páginas de Tiempo Argentino que la entrega de la empresa de Papel Prensa fue un negocio creado para beneficiar a tres diarios porteños, que por eso silenciaron delitos de lesa humanidad que cometían las fuerzas armadas a nombre de un paradigma occidental y cristiano. Esta interpretación supone que la avidez fue el motor fundamental de esos diarios para el silencio. Pero esa no es la única interpretación.
¿A quién otro que no fuera al diario de los Mitre, la “tribuna de doctrina”, le iban a entregar el control del papel de diario y por tanto de la información? ¿Quién otro le iba a garantizar al establishment la “defensa del ser nacional” como quienes lo habían diseñado un siglo antes? Después de todo, esos son los mismos que apoyaron fraudes patrióticos, golpes de estado, o genocidios como el de Roca contra los indios, para no profundizar más. ¿Podría haber mejor candidato para cubrir las espaldas de los militares asesinos? ¿Será casualidad que en 1982 los últimos desarrollistas fueron expulsados del Gran Diario Argentino? Más aun, ¿qué otro remedio tienen, quienes necesitan que Clarín sea el centro del Universo, que defenderlo como un último bastión?
Y sí, ellos son último bastión del mitrismo. Reformado, retocado, remendado como una expresión caduca del ser argentino, del ser latinoamericano. Un paradigma que ya no puede dar cuenta ni de las nuevas instituciones regionales ni de viejas teorías económicas que sólo conducen a la injusticia social y la violencia, como lo probó 2001.
Que la entrega de Papel Prensa se hizo sobre el genocidio de 30 mil personas no es un dato que vaya a alarmar a los mitristas. ¿Cuántos cayeron en el Paraguay de Solano López? Si La Nación se fundó para interpretar, traducir, disimular, ocultar, el genocidio de 300 mil, quizás un millón de paraguayos, los crímenes de la dictadura no deben haberles parecido tantos.
Es bueno recordar aquí las razones que Thomas Kuhn ofrece para entender por qué un paradigma científico se impone sobre otro. Una, ya fue dicha, es que es más sencillo. Pero además, el universo heliocéntrico es más armonioso que las siete esferas concéntricas sobre las que terminaron descansando los cuerpos celestes ptolomeicos.
Es un universo más elegante, más bello. Como el país que podemos construir entre todos cuando la verdad circula sin ataduras.
Tiempo Argentino, 26 de Septiembre de 2010
por Alberto López Girondo | Sep 25, 2010 | Sin categoría
Si es verdad que una imagen vale por mil palabras, también lo es que algunas imágenes muestran mucho más de lo que los ojos dejan ver.
En la foto que ilustra esta página aparece la familia de sangre de Barack Hussein Obama II, el 44º presidente de los Estados Unidos. Y fue obtenida mediante una gestión del Centro de Estudios Americanos. Era la mejor manera, coincidieron los responsables del número 17 de la publicación Multiculturalismo: e pluribus unum, para reflejar en tapa la tarea que habían emprendido: un análisis sobre el proceso cultural estadounidense y sus consecuencias al sur del Río Bravo, con especialistas de todo el continente.
No hace falta ser muy ducho para darse cuenta de que es una “de entre casa”. Como la que cualquier hijo de vecino sacaría en una fiesta íntima. Y efectivamente, corresponde al casamiento de la media hermana de Barack, Maya Soetoro (es la mujer que abraza el actual presidente) con el canadiense de ascendencia china Konrad Ng (el tercero desde la derecha). Fue tomada en Hawaii en 2003 y acompañan a los casales las hijas de Obama (Sasha y Malia), su abuela Madelyn Lee Dunham, los padres del novio, el medio cuñado presidencial y la ahora primera dama de los Estados Unidos, Michelle.
Esta toma personal, cedida por Maya Soetoro Ng y Konrad Ng a la ONG dirigida por Luis María Savino, es llamativa por lo que muestra, pero también por la ausencia de quien la hizo posible: Stanley Ann Dunham, la madre del primer mandatario estadounidense, que había muerto de cáncer ocho años antes.
La mujer, con un doctorado en antropología, había nacido en plena guerra, en 1942, en Wichita, Kansas. El abuelo materno de Obama, un trabajador curtido en la adversidad, dejó bien en claro que esperaba un varón, por eso no tuvo empacho en bautizarla con su propio nombre, aunque ella a partir del secundario se hizo llamar Anna. El caso es que ni bien estalló la guerra, don Stanley Armour Dunham se alistó en el Ejército y partió para Europa. La madre, que aparece en silla de ruedas en la foto en cuestión, fue a trabajar en una planta de la Boeing, donde armaban los bombarderos B-29.
Al fin de la contienda, y luego de varias mudanzas, los Dunham se instalaron en Honolulu. El archipiélago acababa de convertirse en el 50º estado de la Unión y la joven Anna, influida por la época, estaba interesada en las culturas no occidentales. De modo que fue a estudiar antropología a la Universidad local. Allí, en una clase de idioma ruso, esta mujer blanca conoció a un joven alumno negro, Barack Obama I, nacido en Kenia. Dos años más tarde, en 1961, cuando ella tenía 18, nacía el pequeño Barack II. Pero la pareja no prosperó. Entre otras cosas porque el economista inició el retorno a su patria, donde según dicen las malas lenguas, el hombre tenía otra esposa. Hasta allí no llegaba la amplitud cultural de la mujer, a pesar del flower power y la moral hippie y pacifista de los sesenta.
Anna volvió entonces a sus estudios universitarios en Hawaii, donde trabó relación con el indonesio Lolo Soetoro. Se mudó a Yakarta, y en 1967 nació Maya. Cuenta la leyenda familiar que en la capital indonesia los Soetoro-Dunham vivieron en una casa sin luz eléctrica y sin pavimento en las calles. Más allá de la anécdota, se terminaron separando, y Anna volvió a quedar sola y con hijos. Lo que no impidió que hiciera una maestría en antropología indonesia y se convirtiera en investigadora del desarrollo rural en ese país asiático.
Con apoyo de un banco indonesio, de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) y de la Fundación Ford –entidades no del todo bien vistas en el resto del mundo– promovió el microcrédito entre los sectores más pobres de la sociedad, principalmente mujeres. Hasta que en 1992 le detectaron cáncer de útero y ovario, y regresó a HawaiI, con su madre, Madelyn.
Barack II vio por última vez a su padre cuando tenía diez años. Barack I murió en 1983. A mediados de 1995, el inquieto hijo mestizo del economista keniano, ya recibido en Harvard y haciendo sus primeros pasos en algunas ONG de corte liberal de Chicago, publicó Sueños de mi padre, el libro autobiográfico en que cuenta sus primeros años de vida. Meses más tarde, en noviembre, moriría Stanley Anna Dunham.
La carrera política de Obama fue creciendo a partir de ese año. Fueron duros sus inicios, por tratarse de un hombre que no era del todo negro, pero que para los cánones conservadores tampoco es blanco. Y que por mestizo, es también un marginal. Lo demás es la historia conocida de su ascenso hasta la Casa Blanca.
Cuando consiguió aprobar la Ley de Salud, en la ceremonia de firma estuvo rodeado de las principales espadas demócratas junto con un niño negro al que muchos confundieron con el actor Gary Coleman, el pequeño Arnold de la serie Blanco y Negro de finales de los ’70. Se trataba, en realidad, de Marcelas Owens, un chico de diez años que había perdido a la madre cuando tenía siete porque el servicio de salud no la había atendido por falta de dinero.
“Esta ley es un homenaje a mi madre, que peleaba contra las compañías de seguros mientras moría de cáncer”, dijo entonces el mandatario. La Ley de Salud era una vieja reclamación de los sectores progresistas de los Estados Unidos. En la película Sicko, de Michael Moore, se ve claramente por qué. Un sistema en que la salud es mercancía más allá de los valores humanos, es útil para disciplinar a la sociedad. Modificar esa ley no sólo significa poner límites a un formidable negocio. Es también dejar abierta la posibilidad de que la población de menores recursos pueda escapar de esta nueva esclavitud, que consiste en saber que para tener un servicio de salud hay que sacrificar cualquier lucha reivindicativa de otros derechos esenciales.
Obama declaró alguna vez que había escrito su primer libro para cubrir la ausencia de su padre en su niñez. Pero que cuando murió su madre se había dado cuenta de que debería haber escrito otro muy distinto, pensado por ella.
Otras madres estuvieron presentes en el discurso que el presidente estadounidense dio el jueves en la ONU. Madres comprometidas en otras luchas contra genocidas entrenados por expertos del país de Obama.
Podría interpretarse que este homenaje tardío a las Madres de Plaza de Mayo se inscribe en un momento muy particular de la campaña electoral de noviembre, donde según los sondeos, el Tea Party amenaza con llenar el Capitolio de ultraconservadores que seguramente no harán más que poner trabas en el último tramo de la gestión demócrata. Y que entonces, Obama saca a relucir esas promesas de cambio que lo llevaron al gobierno hace dos años. Entre las cuales, la defensa de los Derechos Humanos en todo el mundo fue sin dudas la principal, al punto que recibió un Premio Nobel de la Paz antes de haberse ganado el mérito.
Pero también podría ser que, después de todo, se mantuviera esa fuerte presencia de aquella foto del casamiento de su media hermana. La de Stlaney Ann Dunham, contribuyendo con su rebeldía juvenil a esa alianza de razas y genes que son un reflejo de los Estados Unidos de hoy, mal que le pese a la derecha más retrógrada de ese país. Y que ese espíritu finalmente florezca en el actual ocupante de la Casa Blanca.
Tiempo Argentino, 25 de Septiembre de 2010
por Alberto López Girondo | Sep 18, 2010 | Sin categoría
Las muestras de xenofobia de Sarkozy no deberían sorprender a nadie que recordara las promesas de mano dura y orden surgidas cuando ocurrieron los levantamientos en los suburbios de París, hace justo cinco años.
No hay suficiente trabajo ni viviendas para regularizar la situación de todos los inmigrantes indocumentados. Por lo tanto, haré que los acompañen de regreso a sus países.” La frase salió de la boca de Nicolas Sarkozy, pero no en el marco del enfrentamiento con la Unión Europea por la expulsión de gitanos. Fue en junio de 2006, cuando era ministro del Interior de Jacques Chirac.
“No aceptaré a los clandestinos y haré que los envíen de vuelta a sus países”, prometió entonces, cuando ya estaba de lleno en la candidatura para llegar al Palacio del Elíseo. Y con muy poco más como propuesta, ganaría un año después, con el 53% de los votos.
Las posteriores muestras de xenofobia de Sarkozy no deberían sorprender a nadie que recordara esos compromisos de mano dura y orden surgidos en un momento crucial para la Francia del siglo XXI, como lo fueron los levantamientos en los suburbios empobrecidos y el rechazo a la Constitución europea, hace justo cinco años. Más si se registra la forma en que resolvió ambas cuestiones este pequeño hijo de un aristócrata húngaro exiliado de la persecución nazi.
Sarkó, como se lo conoce en su tierra, desde muy joven mostró dos virtudes que lo llevaron a los más altos cargos dirigenciales: la voluntad de poder y la grandilocuencia. Virtudes ambas que lo muestran como un hiperactivo y poco escrupuloso líder de la derecha democrática de Europa.
Protegido de Chirac, entonces líder de la Unión por un Movimiento Popular (UMP ), Sarkozy fue ministro de Presupuesto y vocero del premier Edouard Balladur. Fruto de su inexperiencia o de una mala evaluación política, en 1995 apoyó la candidatura de Balladur a la presidencia, pero el elegido resultó Chirac, que pasó a considerarlo un traidor sin moral.
Como en política nada es para siempre, en 2002 volvió al calor del poder, para el segundo mandato de Chirac, esta vez como ministro del Interior y posteriormente titular de la cartera de Economía, Finanzas e Industria. En ambos lugares mostró su hilacha de inflexible libremercadista.
Hasta que en 2005, dos hechos relacionados y casi simultáneos pusieron nuevamente a Sarkozy en las marquesinas, esta vez como protagonista destacado. En el referéndum del 29 de mayo de ese año la ciudadanía rechazó la Constitución de la Unión Europea y el 27 de octubre estallaron las graves revueltas en los banlieues parisinos.
Los franceses rechazaron un proyecto constitucional que ponía en negro sobre blanco algunas de las reglas básicas del neoliberalismo, entre ellas la baja en los beneficios sociales y laborales. Unos días más tarde, también los holandeses se mostraron contrarios a la Carta Magna continental y a los dirigentes paneuropeos les temblaron las piernas.
En este contexto, Chirac modificó el gabinete y llamó al moderado aristócrata Dominique de Villepin como premier. Para equilibrar la balanza, convocó a Sarkozy al Ministerio del Interior. Eran dos rivales implacables en busca de la sucesión y no se dieron tregua. Pero el pulcro y atildado Villepin no estaba hecho para disputar batallas como las que se le presentaban, y al día de hoy debe enfrentar cargos en la justicia por zancadillas que le tendió su impiadoso antagonista.
“Minucias” aparte, Sarkó comenzó a tejer alianzas con la derecha europea (la alemana Angela Merkel y el entonces presidente de gobierno español José María Aznar, entre otros) para sacar a la Unión Europea del atolladero legal.
Hasta que dos jóvenes musulmanes de origen africano murieron mientras escapaban de la policía en Clichy-sous-Bois, una comuna pobre al este de París, y durante varios días, literalmente, ardió Francia.
Lejos de poner paños fríos a la situación, el ministro Sarkozy prometió solucionar la cuestión “aunque sea a golpe de manguera”. Así, tildó a los jóvenes de racaille (gentuza) y agregó que iba a “limpiarlos con Karcher” (una conocida marca de aspiradoras francesa). Lo que exasperó aun más a multitudes indignadas por la desocupación y la falta de oportunidades.
Sin embargo, los sondeos demostraron que con ese perverso expediente, Sarkozy podía soñar con algo más grande. Así fue que en julio de 2006 envió una segunda ley “relativa a la inmigración y a la integración”, según la denominación oficial, que complementa la dureza de la de 2003.
Fue por estos meses que su situación matrimonial mostró signos de crisis terminal. La estocada final fue la foto de su esposa, Cécilia, en la tapa de Paris Match, muy de romance con Richard Attias, ejecutivo de una agencia de comunicación responsable de acontecimientos como el Foro de Davos. En su descargo podría decirse que ni Cécilia María Sara Isabel Ciganer Albéniz, nieta del músico español Isaac Albéniz, ni el propio Sarkozy, se habían caracterizado por respetar los votos maritales.
Al mismo tiempo, los principales líderes de la UE fueron pergeñando una salida a la demorada ley fundamental. Y la respuesta ostenta el sello del francés: el Tratado de Lisboa, aprobado por los representantes de cada país y votado en los parlamentos, tiene fuerza de ley y obliga a los estados miembros en los mismos términos que la fallida Constitución, pero sin que los habitantes del continente –y sobre todo los más rebeldes, como los franceses, holandeses o irlandeses– hubieran podido expresarse.
El tratado, sobre todo, institucionalizó las metas que lograr y elevó a la categoría de institución supranacional las leyes de mercado y el neoliberalismo. Desde la independencia del Banco Central hasta un juramento solemne por la libertad de competencia y de circulación de capitales.
Con ese perfil, Sarkozy llegó a la presidencia. La frutilla del postre fue su romance con la cantante y modelo italiana Carla Bruni, hija del compositor Alberto Bruni-Tedeschi. La prensa del corazón dijo que fue un flechazo, que el jefe de gobierno es un picaflor incorregible. Los analistas políticos la vieron como una estrategia para no poner a un flamante jefe de gobierno en la categoría de cornudo. Pero la pareja subsiste, a pesar de los dolores de cabeza mutuos de estas últimas semanas.
El Tratado de Lisboa entró en vigencia el 1 de diciembre de 2009 y, a poco de andar, estalló la crisis en Grecia y España. ¿Casualidades? Sarkozy y Merkel apelaron a recetas neoliberales. Recortes en los planes de salud y aumento en la edad jubilatoria, lo de siempre.
El francés, fiel a sus antecedentes, inició la expulsión de gitanos, primer paso en una escalada que incomoda a sus aliados allende las fronteras. Pero por eso de que quien avisa no es traidor, nadie puede decir que el exiguo presidente galo –1,65 m con tacos– haya sido una sorpresa para la orgullosa Francia y la no menos arrogante Europa.
Tiempo Argentino, 18 de Septiembre de 2010
por Alberto López Girondo | Sep 11, 2010 | Sin categoría
A menos de dos meses de las elecciones legislativas, el presidente Barack Obama parece haber tomado conciencia de que, si no patea el hormiguero, las va a tener difíciles con los republicanos en noviembre.
«La guerra es padre de todos, el rey de todos”, decía Heráclito de Éfeso, según la mejor traducción de una de las pocas frases que se conservan de aquel misterioso filósofo presocrático que, a casi 25 siglos de su muerte, todavía cautiva a los jóvenes estudiantes de periodismo.
A menos de dos meses de las elecciones legislativas, el presidente Barack Obama parece haber tomado conciencia de que, si no patea el hormiguero, las va a tener difíciles con los republicanos, que vienen montándose en un discurso sinuoso y muy inclinado a la derecha, pero contundente detrás de errores, inconsistencias y limitaciones de su gestión.
Por supuesto que siempre es más fácil ser opositor, porque desde la vereda de enfrente basta contar costillas ajenas para encontrar audiencia. No por eso deben minimizarse gruesas fallas de los demócratas en esta primera parte del mandato de un presidente no blanco en la historia estadounidense. Porque justamente el principal déficit, de cara a la ciudadanía, pasa por la cuestión económica.
Tiene razón Obama en culpar a su antecesor George W. Bush y a los republicanos en general por la formación de la crisis y sus consecuencias actuales. Pero en política no basta con tener razón. También se necesita que los votantes estén de acuerdo con esa versión de los hechos.
Ese es uno de los motivos para que el inquilino de la Casa Blanca se haya puesto la ropa de candidato, y con la camisa arremangada (como correspondía al ámbito) diera un discurso de corte populista en Milwaukee, ante trabajadores y sindicalistas sorprendidos.
El Premio Nobel Paul Krugman, en su habitual columna para The New York Times y un sinfín de diarios internacionales, comentó entonces que este momento político podría ser asimilado al año 1938 de Franklin Roosevelt. Para el economista, el presidente Obama repitió el error que ya había cometido Roosevelt en 1937, “cuando retiró demasiado pronto los estímulos fiscales”. Y recalcó que en 2009 el gobierno federal alentó el crecimiento para salir de la crisis, pero que al dejar de lado demasiado pronto esa política, el país volvió a estancarse ni bien los actores económicos notaron que el viento de Washington dejaba de soplar. Por lo tanto, aplaudió este regreso a las fuentes keynesianas.
En aquel 1938, también de año de elecciones legislativas, habían prosperado cuestionamientos contra el New Deal y se generó un consenso importante como para sostener medidas en sentido contrario, a pesar de que ese acuerdo social había sacado a la Nación de una crisis terminal. Algunos biógrafos de Roosevelt –el único presidente reelecto cuatro veces en la historia de ese país– señalan que la decisión de volver a los estímulos económicos se basó en la evaluación de que la guerra europea era inminente. Y la guerra, padre de todas las cosas, fue “un arrebato de gasto gubernamental financiado con déficit, a una escala que en otras circunstancias jamás se habría aprobado. En el transcurso de la guerra, el gobierno federal pidió prestada una cantidad equivalente a aproximadamente el doble del valor de PBI en 1940”, explica Krugman.
No lo dice el Nobel, por políticamente incorrecto, pero también la economía de guerra había logrado terminar con la depresión y el estancamiento en la Alemania nazi, en el Japón, en Italia y en general en el resto de Europa, que encontró en la salida militar la forma de activar las economías sin sentir las culpas por los déficits presupuestarios y las críticas de los teóricos monetaristas.
Por estos días, Obama anunció un plan de construcción de infraestructuras ferroviarias y viales por 50 mil millones de dólares, un programa de incentivos fiscales por 100 mil millones a empresas que inviertan en investigación y desarrollo, otra tanda de beneficios impositivos para compañías que lo hagan en nuevos equipamientos y recortes en beneficios a los más ricos.
La semana estuvo cruzada por la amenaza de un cazador de spots televisivos, Terry Jones, el pastor radical de Florida que prometió quemar ejemplares del libro sagrado musulmán como un provocativo homenaje a las víctimas de los atentados a las Torres Gemelas, de los que hoy se cumplen 9 años. Jones se convirtió, con ese gesto amenazante, en la expresión pública de miles y miles de fanáticos en los Estados Unidos que manifestaron su rechazo a la construcción de una mezquita cerca del Ground Zero, el hueco que dejaron los edificios destruidos ese 11-S. Que alimentan el deseo de un combate final contra el Islam.
Luego de una alarma internacional por las presumibles repercusiones y dramáticas respuestas ante la incendiaria manifestación de intolerancia religiosa, y después de llamadas y presiones del gobierno federal, Terry decidió que era hora de guardar los fósforos, al menos por esta vez. Para los que lo tildaron de “cobarde”, dijo que le habían jurado que no se construiría el edificio sagrado en una zona no menos sagrada para el orgullo estadounidense, y que con eso se daba por satisfecho.
Esta noticia, en otro contexto, no pasaría de una boutade, una anécdota sin relevancia periodística. No más de un recuadrito mínimo en alguna columna de Breves, que sin embargo recibió una amplia cobertura en la gran mayoría de los medios de todo el mundo por sus implicaciones, aunque planteó cuestiones éticas para el periodismo. La agencia AP y la cadena Fox, de la derecha yanki, propiedad del magnate australiano Rupert Murdoch, por ejemplo, dijeron que si la quema se produjera no difundirían imágenes, para no hacerse eco de una provocación innecesaria.
En contraposición, a pocos días de que las últimas tropas de combate cruzaran la frontera de Irak, se conoció también un nuevo escándalo que involucra a efectivos militares estadounidenses, esta vez en Afganistán, aunque la noticia no recibió la misma difusión masiva que la posible quema del Corán. Y eso que se trata de un escándalo que no por repetido debe ser escamoteado. Según la información difundida por una revista que circula entre familiares de soldados estadounidenses, Army Times, un grupo de militares había armado un equipo que se dedicaba a matar civiles, a los que hacían pasar por talibanes, y que luego se quedaban con partes de los cuerpos como trofeos de guerra.
Si es verdad que, como decía el viejo Heráclito, la guerra es padre de todos, y que, “a unos ha acreditado como dioses, a otros como hombres; a unos ha hecho esclavos, a otros libres”, es posible que el estadounidense promedio y los académicos conservadores, para aceptar medidas de reanimación económica, necesiten de una guerra que logre unificar a toda la sociedad detrás del esfuerzo bélico, como ocurrió en los años cuarenta.
Pero desde Vietnam a esta parte, cada nueva incursión de tropas estadounidenses no deja más que un reguero de atrocidades, desde la masacre de la aldea de My Lay, en 1968, hasta las cárceles de Abu Ghraib y Guantánamo, pasando por otros “daños colaterales” registrados en estos años. Tal vez sea buen momento, entonces, para que la gran guerra, el padre de todos los combates, no consista en recurrir a la épica para poner en marcha las economías, sino en aplicar las energías de la sociedad en construir una ética. Una ética de justicia y de igualdad social.
Tiempo Argentino, 11 de Septiembre de 2010
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